España S.A.: Crónica de una democracia secuestrada

España S.A.: Crónica de una democracia secuestrada
Desde 1978, España se presenta al mundo como una democracia parlamentaria consolidada. Sin embargo, crece el número de voces que cuestionan esta afirmación, señalando que el sistema político español nunca ha sido una democracia en sentido pleno, sino más bien una oligarquía de partidos: un sistema donde el poder real está monopolizado por una minoría de élites políticas y económicas, bajo la apariencia de pluralismo y participación.
Para que exista una democracia auténtica no basta con votar cada cuatro años.
Una democracia real exige:
- Separación efectiva de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial).
- Participación ciudadana más allá de las urnas.
- Mecanismos de rendición de cuentas.
- Prensa libre e independiente.
- Igualdad de acceso al poder, sin barreras estructurales.
Muchos consideran la Transición como una obra maestra de consenso y modernización. Pero cabe preguntarse: ¿hubo una ruptura real con el régimen anterior o simplemente un reciclaje del poder bajo nuevas formas?
- La Constitución de 1978 fue redactada bajo la tutela del propio aparato franquista, con el rey designado por Franco a la cabeza del proceso.
- No se depuraron las estructuras judiciales, policiales ni empresariales. Muchos altos cargos del franquismo siguieron en el nuevo régimen.
- No se permitió un proceso constituyente libre, sino que se optó por una reforma pactada desde arriba.
En teoría, el pueblo español es soberano. En la práctica, sin embargo:
- Los partidos controlan el poder legislativo y el ejecutivo, funcionando como máquinas cerradas donde las listas son elaboradas por cúpulas, no por las bases.
- Los diputados no responden a los ciudadanos, sino a sus partidos. No hay elección directa de representantes.
- El poder judicial ha sido objeto de múltiples denuncias de politización, especialmente en el nombramiento de órganos clave como el CGPJ.
Lo que tenemos, por tanto, no es tanto una democracia como una partitocracia: un sistema donde los partidos actúan como intermediarios monopolísticos del poder político. En vez de representar a la ciudadanía, representan sus propios intereses, los de las élites económicas que los financian, y los del sistema que los perpetúa.
Esta oligarquía de partidos:
- Establece barreras de entrada para nuevas fuerzas políticas (ley electoral, acceso a medios, financiación).
- Utiliza los medios de comunicación para controlar el discurso público, alineando a gran parte de la prensa con agendas partidistas.
- Margina cualquier iniciativa ciudadana que cuestione las reglas del juego.
¿Y la corrupción endémica?
La corrupción no es un accidente, sino un síntoma estructural. La opacidad, el clientelismo, los puertas giratorias y la falta de controles reales son inherentes a este modelo. No es que “haya políticos corruptos”, es que el sistema favorece la corrupción como mecanismo de redistribución informal del poder.
No basta con cambiar de partido. Lo que está en cuestión es la arquitectura misma del sistema. España no es una dictadura, pero tampoco es una democracia. La apariencia de normalidad democrática esconde un modelo profundamente oligárquico, donde la voluntad popular es administrada, condicionada y canalizada por estructuras que no responden directamente a ella. Recuperar la democracia no significa volver al pasado, sino atreverse a imaginar un presente más libre, más transparente y verdaderamente participativo. Para tal fin, es indispensable el manejo de las nuevas tecnologías, especialmente la inteligencia artificial, como herramienta de empoderamiento cívico y vigilancia colectiva del poder.