El lado imperial de la Galaxia

Cómo reconocer un imperio —y por qué el de Star Wars sigue siendo el ejemplo perfecto.

El ADN de todo imperio

Antes de cruzar la puerta del hiperespacio, conviene recordar qué hace que un Estado (o una organización) merezca la etiqueta de imperialista. La historiografía clásica —de Britannica a los manuales universitarios— repite siempre los mismos huesos de la criatura:

1. Expansión perseguida como fin en sí mismo. No basta con defender fronteras: el territorio, los mercados o las “esferas de influencia” deben crecer continuamente, bien por conquista militar, bien por tutela económica.

2. Poder centralizado. Un núcleo —capital, casta, caudillo— concentra la soberanía y nombra a los gobernadores periféricos. La periferia obedece; el centro decide.

3. Supremacía tecnológica-militar. La máquina bélica sirve tanto para disuadir con su sola presencia como para aplicar castigos ejemplares si alguien se resiste.

4. Extracción de recursos. Fluye riqueza en una sola dirección: tributos, materias primas o contratos obligatorios que financian la metrópoli y perpetúan la desigualdad.

5. Homogeneización cultural y propaganda. La lengua del centro, sus símbolos y su relato histórico se imponen como únicos legítimos; la censura limpia las voces disonantes.

6. Ideología de misión. “Llevar la civilización”, “garantizar la seguridad”, “iluminar al mundo”: cualquier bandera moral sirve para vestir el dominio y hacerlo digerible.

7. Coacción interna extrema. Quien cuestione el orden sufre represalias tan desproporcionadas que, de facto, la opción de marcharse queda anulada.

Cuando una potencia cumple seis de estos siete rasgos, los historiadores rara vez dudan: estamos ante un imperio, con todas sus letras.

De república moribunda a puño de hierro: el nacimiento del Imperio Galáctico

En los pasillos pulidos de Coruscant, la vieja República agonizaba. Palpatine, canciller con sonrisa de burócrata, pedía poderes de emergencia “temporales” para combatir la Crisis Separatista —y el Senado, azorado, se los concedía.

Aquella firma cambió la historia. Con los poderes especiales, Palpatine engrandeció el ejército clon, prolongó la guerra y, en el instante justo, se coronó emperador vitalicio. El Senado, ya hueco, aplaudió entre vítores y holocámaras. Pero el verdadero réquiem llegó años después: Gran Moff Tarkin anunció la disolución definitiva de la cámara legislativa; “los gobernadores regionales controlarán directamente sus sistemas”, dijo, y remató con la frase que todo fan recuerda: “El miedo mantendrá a los sistemas locales a raya. Miedo a esta estación de batalla (refiriéndose a la Estrella de la Muerte).”

Herramientas del nuevo orden

Doctrina del terror. La Estrella de la Muerte nació para ser más que un superláser: era un cartel luminoso que gritaba obedeced o seréis ceniza. Tarkin lo sabía, Palpatine también.

Policía política. El Imperial Security Bureau (ISB) vigilaba holorredes, senadores y hasta al propio ejército. Los rumores de simpatía rebelde bastaban para hacer desaparecer a un ciudadano en las mazmorras de la ISB.

Ministerio de la verdad. El Imperial Propaganda Bureau controlaba cada holonoticiero, reescribía las derrotas como victorias y retrataba a los insurgentes como piratas dementes.

Humanocentrismo. Bajo el barniz de “orden y progreso”, el régimen practicó una xenofobia sistemática: los alienígenas fueron apartados de la administración y relegados a mano de obra barata.

Economía cautiva. Astilleros como Kuat Drive Yards podían conservar el rótulo corporativo, pero sólo producían para la flota imperial y bajo amenaza de expropiación inmediata si mostraban la más mínima duda de lealtad.

El precio de la duda

Con los planetas aterrados por el ejemplo de Alderaan, ya no hacían falta ocupaciones masivas: bastaba con insinuar que la próxima ráfaga de superláser podía apuntarles. La posibilidad legal de disentir seguía escrita en algún sitio, cierto… pero esa era una puerta que nadie se atrevería a cruzar.

El Imperio Galáctico cumple, uno por uno, los siete rasgos del imperialismo clásico. Y lo hace con un envoltorio tan atractivo que el espectador siente, a la vez, horror y fascinación. Esa es la fuerza de la metáfora: mostrar cómo un sistema puede nacer de debilidades reales —miedo, crisis, guerra— y acabar devorando la libertad que prometía proteger.

La próxima vez que escuches a un líder pedir “poderes excepcionales” o veas a una coalición exigir tributos cada vez mayores a sus miembros, recuerda la lección que Star Wars grita desde hace casi cincuenta años: los imperios no empiezan con un desfile de estandartes negros; empiezan con un aplauso y un voto “temporal” en nombre de la seguridad.

Que la Fuerza —y la memoria histórica— te acompañen.

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